Wednesday 30 June 2010

El conformismo radical y la Bogotá desangrada.

Hace pocos días, una mujer en el transporte público lanzó una protesta, aparentemente marginal para el resto de personas en el sistema acerca del lamentable estado del tráfico en Bogotá. La mujer aseguró que esto se debía a la pésima administración de Samuel Moreno, lo cual nadie en la buseta negó. Sin embargo, la ineptitud del alcalde de turno es tan evidente que no presume un tema relevante para discutir en este blog. Este artículo, se centra en la pregunta que se hizo la mujer al final de la conversación: “no entiendo, ¿por qué nadie hace nada?”. Esta pregunta, pone sobre la mesa un tema trascendental para la vida económica y política de Colombia: el conformismo con el cual los colombianos asumen la cotidianidad es tan incomprensible, que es digno de un artículo que examine el tema.

La primera teoría sobre el origen del conformismo Colombiano, se ubica en el área del determinismo geográfico. Al no tener estaciones, la sociedad que se estableció en el territorio que hoy es Colombia, se enfrentó a un escenario sin sorpresas naturales, sin huracanes, ni fenómenos de temporadas. En vez de una sociedad donde habría que prepararse para cada estación, los colonos europeos solo debían sentarse y hacer planes basados en las predicciones sobre incierta lluvia. De alguna manera, el medio ambiente arraigó la cultura de la adaptación a los hechos inciertos; de esperar aquello que el medio ambiente traía, de la misma forma, se lo llevará.

La segunda teoría parte de la idea de un gran grupo de indígenas, que al estar localizados alrededor de la línea ecuatorial, su relación con el medio ambiente se reducía simplemente a entenderlo y a descifrarlo, sabiendo de antemano, que el clima y el orden natural de las cosas, les permitía una vida sin sorpresas, sin la necesidad de mantener un orden, el cual ya estaba dado a partir de una sociedad que se permitía el lujo de vivir aislada de los grandes centros indígenas precolombinos, y cuya existencia estaba amenazada solamente por otros grupos humanos. Sin embargo, conociendo las debilidades de las teorías deterministas geográficas, vale la pena pensar en un enfoque sociológico de masas. Esto es, haciendo especial referencia a la cultura del miedo. Los colombianos, vivimos en medio del temor. Esta cultura nace y se reproduce en la violencia, pues todas las dinámicas de guerra, en las que Colombia como nación se ha visto inmersa, han contado con el componente de la guerra de guerrillas. De alguna manera, los combatientes, independientemente de su ideología, han optado simplemente por infundir temor en sus enemigos, de ahí surgen las expresiones más barbáricas de violencia, como el corte de corbata, el corte de florero, el collar bomba, la bomba del DAS, las masacres con moto sierra, etc. Si el lector es perspicaz, se dará cuenta que todos estos ejemplos tienen dos comunes denominadores. El primero, es que aquel que perpetró el atentado o el golpe, lo hizo en números pequeños, escondiéndose de su enemigo, es decir, llenos de miedo. El segundo, es que lo único que lograron con estos golpes fue simplemente generar miedo entre sus enemigos, cualquiera que fuesen. La sociedad, en respuesta replico ese temor, y se escondió detrás de la excusa del miedo, para enfrentarse de manera cohesionada a un enemigo común. La sociedad simplemente empezó a repensar los costos de enfrentar problemas, contra las retaliaciones que un enemigo siempre más pequeño pudiera darle.

Existe otra explicación, a partir de la teoría de juegos, haciendo acento en el dilema del prisionero -término que para el lector que no esté familiarizado con su significado, explica simplemente que si las personas no tienen información adecuada, preferirían no confiar en los otros, antes que actuar de manera conjunta- es decir, cada Colombiano confía tan poco en otro colombiano, que simplemente la acción colectiva es imposible. Por ejemplo, si en el caso de Bogotá, los residentes de la ciudad decidieran no pagar el impuesto predial, hasta que el Alcalde renunciara, éste último no tendría mas opción que retirarse e ir a llorar a los hombros de su madre; sin embargo, si un grupo mayor de bogotanos decide pagar, aquellos que no pagaron se verían envueltos en un problema financiero y legal sin precedentes, de tal forma que al final, nadie dejaría de pagar sus impuestos.
El origen de esa desconfianza radical entre los propios colombianos, es un enigma. Posibles explicaciones podrían tener relación con la acción de los medios, una sistema educativo dentro del cual, antes que atacar los problemas de robos los planteles, prefieren decir a los estudiantes cosas como “no traigan cosas de valor al colegio”, entre otras aserciones. Sin embargo, la explicación más clara la podría dar el hecho de que no existe un sistema de justicia que respalde a la sociedad Colombiana.

La última teoría del conformismo, es una visión economicista del problema: las personas no tienen suficientes ingresos para ponerse a discutir o a mantener una pelea. Es decir, una madre soltera y cabeza de familia que vive del aseo con veinte mil pesos diarios, no puede darse el lujo de salir a la calle a protestar; si lo hace, sus hijos no comen. Sin embargo desde la perspectiva Bogotana, el caos en el que está sumida la ciudad, afecta más a clases medias y altas que a clases pobres, porque principalmente afecta a dueños de automóviles y dueños de negocios cercanos a los lugares en obra.

El conformismo ha sido regla general en Colombia, en donde muchos han cometido las atrocidades más incomprensibles, bajo el silencio cómplice de toda la sociedad. Las personas en Colombia simplemente prefieren guardar silencio cuando son maltratadas -de ahí las cifras de abuso sexual intrafamiliar en Colombia-. Sus ciudadanos prefieren simplemente fingir que no pasó nada y deciden adaptarse a sus tragedias personales. Desde el maltrato de una persona, hasta la corrupción en la troncal de la calle veintiséis, el conformismo y el no levantar la voz para exigir respeto son cómplices de los intereses mezquinos de algunos corruptos y malvados. Colombia no podrá transformarse en un Estado exitoso mientras los colombianos no entiendan su rol en dicha transformación: no se trata de exigir respeto a un alcalde corrupto, a un amigo, a una organización del estado, se trata de respetarse uno mismo, y de saber que el derecho al respeto no es algo que se pide, se arrebata.




Jorge Monroy.

Thursday 17 June 2010

Colombia 86, el mundial que no fue.

Cuando el mundial de Sudáfrica empieza a llenar de emoción los pulmones y corazones de millones de personas alrededor del mundo y se empieza a ver la intensidad de la fiesta organizada por una nación que tan solo hace veinte años estaba sumida en el “apartheid” y en graves y profundas contradicciones sociales. Suena interesante hacer la reflexión del modelo de país que hemos trazado los colombianos a la luz de una historia que no muchos en esta generación conocen: el mundial de Colombia 1986.

Antes de contar la historia, es importante realizar una mirada al modelo de crecimiento de China, el único país que ha crecido de manera ininterrumpida durante casi cuarenta años a tasas de más del 7%. Este, es un país que en el papel se hace llamar socialista, pero que tiene todo el esfuerzo de su Estado, de su gente, de sus trabajadores y de toda su sociedad enfocada solamente hacia un aspecto: la inversión. Venga de donde venga. Andrés Oppenheimer lo describe bien en su libro “Cuentos Chinos”: mientras en Venezuela el tirano tropical cierra tres días McDonald’s, en su eterna pelea con el capitalismo, los chinos firmaron un acuerdo para abrir mil tiendas de esta tradicional hamburguesa en todo su territorio. Y es muy simple: no importa de donde venga, los chinos castigan socialmente un solo dólar de inversión que se pierda. Ellos han entendido que la inversión extranjera hace que la sociedad aprenda técnicas, adquiera bienes de capital necesarios para la producción, cree trabajo, e inyecta riqueza en toda la sociedad. Claramente, es necesario un gobierno inteligente que logre que esa inversión se transforme en desarrollo. Sin embargo, es evidente que el primer paso para transformar la sociedad es que haya dinero.

Dicho esto, en 1974, la FIFA decidió que, a pesar de todos los argumentos en contra, el mundial de 1986 se celebraría en la república de Colombia, después de una larga gestión del presidente Pastrana. Sin embargo, nuestro país sacó a relucir su mediocridad inherente y su vocación de pobreza con lo que sucedió posteriormente. Gobierno tras gobierno durante doce años, todos usaron el tema del mundial para adquirir réditos políticos, pero, finalmente quedando completamente rezagado dentro de los cronogramas de inversión y de construcción que eran necesarios tener para la aprobación final de la FIFA. Cuatro años antes, en 1982, Belisario Betancourt decidió simplemente renunciar a la realización del Mundial. Las excusas, en el país de la vaca culpable, no se hicieron esperar. Argumentos que iban desde lo ridículo –como la inflación- hasta lo mágico -complot de los patrocinadores de la FIFA contra Colombia- hicieron que el presidente y el congreso renunciaran a la realización de este evento con el argumento oficial de que ese dinero sería mejor invertido en escuelas y hospitales. Inversión, que vale la pena resaltar, no se hizo de todos modos.

Si el gobierno de turno no hubiera sido tan pusilánime, Colombia hubiera podido tener acceso a una de las vitrinas de inversión más grandes que un país puede tener. Para las mujeres que lean este blog, cuyo interés esté lejos del futbol, en el mundial los partidos son posiblemente lo menos trascendental para el país anfitrión, dependiendo de la calidad futbolística de su selección. El país huésped se transforma, por varios años, en el lugar donde: todas las campañas de publicidad se contratan y se producen generando, en los meses anteriores al Mundial, vínculos entre los países participantes con el país anfitrión; se realizan negocios por las transferencias de jugadores, de mercancías, de bebidas, de elementos deportivos, de servicios turísticos, de boletería, entre otra infinidad de cosas. El impacto del mundial no dura, únicamente, el mes durante el que se desarrollan los partidos, sino que es una telaraña que irradia el país anfitrión durante años anteriores y posteriores al mundial.

Las exigencias de la FIFA eran grandes, incluso exageradas, pero hubieran permitido al país un empuje regional sin precedentes. Por ejemplo, se exigía 12 estadios del tamaño del “Campín”, esto hubiera significado que ciudades intermedias hubieran sido parte de la fiesta mundialista, para lo cual hubieran tenido que hacer grandes inversiones para aumentar la capacidad hotelera y de todos los negocios relacionados. Dólares limpios y legales hubieran llegado a estas ciudades, de tal forma que hubieran podido ponerse a punto para mostrarse al mundo. La FIFA exigía también un gran centro de telecomunicaciones nacional para poder realizar un broadcasting global. Esto, hubiera impulsado radicalmente la industria de las telecomunicaciones, mediante la adquisición de nuevas tecnologías y de conocimiento, lo cual no se creó de manera estable, sino hasta veinte años después, luego de que el país viera con perplejidad al mono jojoy saliendo en televisión con un teléfono celular, antes que toda la sociedad Colombiana.

También se exigía un decreto que permitiera la libre circulación de divisas en todo el país. Esto hubiera sido, de hecho, el argumento en contra para quienes esgrimían la inflación como un problema. La circulación de divisas internacionales le hubiera dado a la banca central una estabilidad fuerte de reservas internacionales y, seguido de una política de esterilización de alguna manera consistente, hubiera permitido crear un fuerte colchón de reservas a un bajo costo social.

Las siguientes tres exigencias de la FIFA, hubieran hecho de Colombia un país mucho más competitivo, por lo menos, en los siguientes veinte años: trenes, carreteras y aeropuertos. El mundial del 86 hubiera podido servir de excusa para establecer una red eficiente de transporte incluyente entre regiones, es decir, una red que interconecte los cuatro puntos de la geografía Colombiana para los pasajeros y las mercancías. Para aquellos que creen que esto no es una prioridad, el siguiente dato podría abrir sus ojos: enviar un contenedor desde China buenaventura, es más barato, que enviarlo desde Buenaventura a Bogotá. Aeropuertos, con capacidades grandes, no necesariamente internacionales, en ciudades intermedias, hubieran permitido incluir a las ciudades y permitir un desarrollo mayor de la industria aérea -por medio del incremento en la demanda-, que ya incubaba, para 1986, la crisis que llevó, finalmente, la venta de Avianca, por no mencionar el gran impulso que hubiera permitido a las economías de las ciudades intermedias una mejor logística para el transporte de los bienes que producen hacia otras regiones y otros países.

Pero, ¿qué se hizo? Nada. En cuatro años era imposible hacer lo que se debía realizar en doce. Así que, los colombianos hicimos lo que sabemos hacer mejor: ser pobres. Renunciamos al mundial y abandonamos una gran oportunidad de recibir grandes capitales, hacer negocios, transformar estructuras y aprender del mundo. En cambio, nos encarnizamos en discusiones ridículas: libre mercado, neoliberalismo, sustitución de importaciones, centralismo de la economía, libertad de empresa, etcétera. Mientras discutimos, el mundo se mueve. China enlista a su sociedad en una guerra encarnizada por cualquier dólar de inversión. El mundo, entiende que es preciso crear sociedades que produzcan y que para eso, es preciso que los capitales fluyan, de tal forma que al final, el mundo converge hacia una sociedad con distribución más equitativa del ingreso.

Pero en Colombia, siete mundiales después de nuestro más grande ridículo internacional, aun seguimos discutiendo, nuestro modelo de desarrollo mientras que las voluntades políticas se encuentran lejos de una política de atracción masiva de capitales extranjeros. Ni Santos ni Mockus, lo entienden. Santos, quiere continuar con la política de inversión no productiva, en la cual se venden empresas como Bavaria, sin que se cree un solo puesto de trabajo o se compre una sola maquina nueva. Y Mockus, cuya política se viene cada día más diluyendo en el odio irracional hacia el otro candidato, tampoco entiende que la mejor educación que una sociedad puede tener, parte del aprendizaje de los trabajadores nacionales de técnicas extranjeras, lo cual solo se logra, atrayendo capitales por todas las vías necesarias.

Casi treinta años más tarde, estamos muy lejos de los chinos porque seguimos discutiendo aquello que el mundo ya resolvió hace mucho tiempo. El esfuerzo del Estado debe dedicarse profundamente a atraer toda la inversión extranjera posible. Renunciar a un mundial, es un lujo que los padres de la patria se dieron y que tuvo un costo de oportunidad para los colombianos, costo que aun seguimos pagando. Colombia 86, es un gran ejemplo de lo que está mal en nuestra sociedad, la incapacidad de ponernos de acuerdo y la enorme habilidad de perder el tiempo discutiendo las cualidades mojadoras del agua, mientras el mundo entero se mueve en direcciones concretas. Ojalá que Mockus y Santos entiendan las cosas que son obvias, y realicen, ya sin el mundial encima, las inversiones que necesitamos para ser productivos, sino terminaremos renunciando al mundial del 2030.

Jorge Monroy.

Thursday 10 June 2010

El odio en Colombia, el contagio de Mockus.

Es increíble ver lo rápido que los fanáticos de Mockus desoyeron y transformaron el mensaje de este carismático líder. Las consignas del “juego limpio” y “la vida es sagrada”, rápidamente terminaron convirtiéndose en un odio irracional y una estigmatización del candidato Santos. Es sorprendente que alguien que se crea seguidor de Mockus pueda decir cosas como “que se le puede pedir a un país de gente bruta e inculta” o “todos los votos de Santos son corruptos” o “increíble, ¿cómo es que aun hay gente que puede ser tan estúpida de votar por Santos?” o mi favorito personal: “jamás subestimes la infinita capacidad de este país para decepcionarte”. En esta última, los fanáticos de Mockus tienen razón.

En el bicentenario de nuestra independencia, lo único que ha logrado producir Colombia es odio. Ni siquiera café. Bolívar y Santander jamás se preocuparon por construir una nación grande y fuerte, prefirieron armar a muchos campesinos con machetes y asesinarse. Por desgracia, ninguno realmente ganó. Años después, no contentos, los colombianos encontramos en el azul y el rojo del conservatísmo y el liberalismo más razones para odiarnos. De alguna manera los machetes fluyeron, dirigiéndose con consignas totalitarias y extremistas hacia las extremidades de otros colombianos. Nuevamente, ninguno realmente ganó.

No contentos, incorporamos la doctrina de la combinación de las formas de lucha y la escuela de las Américas, y así, encontramos una nueva excusa para odiarnos. Comunistas y anticomunistas se encontraron nuevamente bajo el tierno sonido del cañón y la relajante melodía de la sangre derramándose. Como es tradicional ya, realmente nadie ganó. Luego, encontramos en el narcotráfico un nuevo enemigo a quien odiar, y a los objetos y sujetos que nos odian: bombas, secuestros, amenazas, sicarios, todos alimentados por el odio hacia el rico, el odio hacia el Estado, el odio hacia el otro cartel. Sociedad y narcotráfico se enfrentaron y lo que es ya risible a estas alturas de la historia, nadie realmente ganó esa batalla. Finalmente, la sociedad, acorralada por el miedo a unas FARC que solo promovían un mensaje de odio, se unió alrededor de la seguridad democrática para odiar a las FARC. Pero ahí no termina la historia. Las FARC lograron unirse para odiar a los paramilitares y viceversa. Las FARC lograron unirse para odiar al ELN y viceversa. Al fin y al cabo, el conflicto actual tiene un número infinito de actores, sin ninguna idea particularmente clara, pero con una semejanza básica: el odio por el otro, ¿cuál?, el que sea, la verdad no importa.

De la misma forma, a partir del odio, las FARC secuestran policías, soldados y civiles, manteniéndolos décadas enteras en el monte. Basados en el odio, los paramilitares entrenaban a sus nuevos reclutas comiéndose la carne humana de un guerrillero. Y es que solo el odio, por el contrario, puede permitir que un ser humano pueda poner excremento dentro de una mina antipersonal, o que se corten personas con moto sierras.

Si el lector en este momento está pensando que la dinámica de la guerra se presta para estas cosas, analicemos nuestro cotidiano vivir. Solamente el Odio puede permitir que un joven profiera cuarenta puñaladas a otro por robarle la billetera que en el mejor de los casos tiene diez mil pesos; solamente el odio puede permitir que a la salida de una simple reunión de copropietarios en un conjunto residencial, las personas terminen amenazándose de muerte. Solamente el odio, puede lograr que –como vi en mi ventana hace tan solo un día- una mujer sea capaz de agredir un bebe de 6 meses en las manos de su madre, solo para amenazarla de muerte.

Un panorama así, muestra que la única forma que conoce el colombiano para unirse es el odio por otro. Para Mockus, esta premisa debía ser desterrada de la sociedad colombiana con educación, con trabajo, con cultura ciudadana. Esa idea me sedujo, debo confesar. Finalmente cambiar la cultura del odio por la legalidad, es precisamente lo que necesitamos. Pero, justamente cuando el viento agitaba las banderas de un cambio en esa dirección, los colombianos no subestimamos nuestra capacidad de decepcionarnos.

Los fanáticos de Antanas desoyeron completamente el discurso y entendieron mal su visión, se unieron en una gran ola verde, que pasó de tener esperanza como eje central, a básicamente lo mismo de 200 años de historia republicana: odio. Las frases introductorias de esta editorial así lo muestran. Como esas, encontré por lo menos treinta. Al final, Antanas no representó el cambio, sino simplemente una nueva forma de unirse para odiar algo. Calificar de estúpidos e ignorantes a los votantes de otro, sea cual sea el candidato, es simplemente unirse a partir del odio. Calificar de corruptos o comprados a los votantes de un candidato es construir identidad a partir del odio. Gritar consignas incendiarias dentro de una celebración democrática como “yo vine por que quise, a mi no me pagaron” es crear odio, y el problema de esto, es que al final, cuando el extremismo se apodera de las ideas políticas, solo hace falta encontrar un arma, y la sangre brotaría con más fuerza hacia el agua. Al fin de al cabo en Colombia pareciera que las ideas son una simple excusa para matarnos y odiarnos.

El odio es lo único que este país conoce. Y si la única propuesta que en cincuenta años ha tocado el punto clave de esta situación, se convirtió en si misma en una fuente de odio, nuestra democracia jamás podrá ser. Porque siempre cualquier idea terminará siendo un pretexto para cercenar los miembros de otros colombianos. Así que, o nos unimos y acabamos con la cultura de odiar a otros colombianos, o hagamos colecta para darle a cada uno de los miembros de nuestro país una AK-47. Al fin y al cabo, la excusa para matarnos, es lo de menos.

Jorge Monroy

Tuesday 1 June 2010

Teoria de juegos politicos. Uribe 2010-2014

Independientemente de las simpatías o antipatías que pueda generar Álvaro Uribe Vélez, se debe reconocer en el uno de los genios políticos más grandes que haya dado Colombia. No solo logró escoger para las elecciones del 2010 el escenario de batalla, sino que también manejó a su antojo, jugadores, estrategias, y métodos, que al final le dieron el resultado que el mismo esperaba: una “gallina que siguiera empollando sus tres huevitos”
En el 2008, cuando los más fieles seguidores de Uribe habían comenzado la campaña de recolección de firmas con miras a la segunda reelección, la estrategia estaba completamente trazada. Con una popularidad que sobrepasaba los niveles de cualquier presidente al final de su periodo -después de uno tan especialmente largo- era más que evidente que si la reelección era encontrada exequible, las elecciones de 2010 serían un mero trámite. Álvaro Uribe volvería a arrasar en las urnas al igual que como lo hizo en las elecciones de 2002 y 2006.
Existen muchas razones para pensar que el destino final de la segunda reelección ya estaba trazado: las relaciones con Obama, la amenaza de los demócratas a los recursos del plan Colombia, la lupa sobre las violaciones de derechos humanos, la visión multilateral del gobierno de Washington, etcétera. Sin embargo, ese no es el tema de esta editorial. Lo relevante, es observar como el anuncio de la segunda reelección sirvió como un elemento central dentro de la campaña del candidato del oficialismo, por dos grandes razones:

En primer lugar, acortó el tiempo del debate, de un año, como es tradición en Colombia, a tan solo tres meses. Y en segundo lugar, el hecho de ir hasta el final la reelección mientras el presidente mantenía en la ambigüedad sus verdaderas intenciones, obligó a los candidatos a esperar para revelar su estrategia electoral solamente hasta marzo del 2010. Uribe apalancado en su popularidad, cambió completamente los tiempos electorales creando una “blitzkrieg” política en Colombia, que sin duda, terminaría por favorecer a su candidato, el cual simplemente debería ser capaz de convocar a los colombianos a que le endosaran la popularidad de Uribe, a diferencia de los otros que deberían construir confianza desde el uribísmo o la oposición. Cualquiera que haya sido el camino tomado por las campañas, bien sea dentro del uribismo o en la oposición, éstas se encontraban en desventaja frente a la del candidato del presidente.

Cuando la carta de la reelección se destapó, por cuenta de la Corte Constitucional, la oposición en Colombia le apostaba a la división del uribismo entre un arrogante Arias y un imponente Santos, que peleaban una guerra fría a cuenta del guiño presidencial. No cabe duda, que la orden de Uribe en la consulta conservadora fue clara: votar por Noemí. Al fin de cuentas, Arias, un joven lleno de bríos y pujanza al mejor estilo del antioqueño del palacio de Nariño, era percibido más bien como un corrupto y un arrogante oportunista. Si bien podría ser “su versión mejorada”, Uribe sabía que Arias tenía una fuerza importante, que terminaría por dividir la votación entre él y Santos. Así que, de ganar Noemí, tendría una batalla entre Santos como único heredero real del uribismo, con resultados tangibles que mostrar y una Noemí sin nada nuevo que ofrecer, fácil de derrotar en ambas vueltas. Al mismo tiempo, tendría a Arias como segunda fuerza del conservatísmo como un líder a quien todos en el partido mirarían cuando Noemí, sufriera su inevitable derrota.

Lo que nadie esperó fue el estrepitoso ascenso de la ola verde. Mockus con un renovado carisma y discurso que atacaba el único flanco débil de uribísmo –la legalidad de sus actuaciones- disparó las encuestas, hasta niveles que lograron preocupar en la casa de Nariño. Sin embargo, la estrategia era previsible. Entre más subiera Mockus en las encuestas, más santistas asustados saldrían a votar en contra del profesor. Dados los recursos de la campaña de Santos, hubiese sido fácil equiparar la campaña de Mockus y lograr concentrar una fuente joven de ideas que tuviera amplia visibilidad. Pero, nuevamente la estrategia se basó en que el crecimiento del Partido Verde tenía un efecto exponencial sobre las bases Uribistas fuertes de Colombia. Ese fenómeno no lo hubieran podido registrar las encuestas, pues ese ejército electoral de reserva, solo dejó de ser abstencionista cuando los medios le mostraron que la posibilidad de perder al Uribísmo, era tangible. Por otro lado, un crecimiento de la ola verde, haría que las bases menos alineadas con la izquierda del Polo Democrático sucumbieran ante la tentación de la opción centro.

En cuanto al liberalismo, la derrota aplastante que sufrirían al ubicarse en el ala de oposición era simplemente previsible. Su trágico final en las elecciones del 30 de mayo serviría a Uribe para, al final, mostrarles que luego de doce años fuera del poder, su única forma de acceder a la burocracia era pertenecer a la coalición de gobierno.

Por los lados de la izquierda, explotando la pésima administración del Polo en la ciudad de Bogotá y enviando el mensaje claro de votar por el candidato más derechista de la izquierda durante la consulta interna del Polo, Gustavo Petro, Uribe logró desarticular la unidad de ese partido, haciéndolos perder escaños en el congreso.

En cuanto a Cambio Radical, la estrategia de Germán Vargas, estaba descrita para fracasar. Su alejamiento de la figura del presidente, a pesar de ser uribista en lo esencial, fue fácilmente aprovechado por un Santos que se mostró como leal, frente a un Vargas que abandonó al presidente en su primera reelección.

En este contexto, de entrada, Uribe determinó todo el ajedrez político. La arena sería sin duda la seguridad democrática, filtrando de vez en cuando un ataque de las Farc o de Hugo Chávez, -que cada día se distinguen menos-. Los jugadores serían Santos y Noemí. Sin embargo, el ascenso de la ola verde sirvió para mejorar la maniobra y funcionó aun mejor que la idea original. Las estrategias serían el acercamiento o alejamiento de la figura del presidente, lo cual solamente llevaría a un candidato a la victoria -poniendo a los demás en posición de seguidores segundones, u opositores acérrimos- y el desenlace sería simple: Santos Presidente; un partido conservador con Andrés Arias de presidente del directorio; un Cambio Radical atado al gobierno con Vargas Lleras de Ministro de defensa o algo similar y un Liberalismo dividido entre aquellos que acepten la cuota de poder del gobierno de unidad, la cual generará presión que en el mediano plazo terminará en el inevitable rumbo del liberalismo hacia el oficialismo. Por otra parte, un partido verde que acabará como fuerza de centro minoritaria en el congreso y un Polo Democrático solitario en la oposición.

Santos debe tener cuidado, porque aquello que dejó el presidente dispuesto para él, es en sí mismo un Leviatán. Una bestia que puede afianzar en el tiempo el Uribismo o sentar las bases para un cambio estructural en la tendencia política de los colombianos. Y eso, si sería la hecatombe.

Jorge Monroy.